No quiero que este texto quede limitado al simple elogio hacia la rigurosidad del libro de poemas titulado Albañil de Alfonso Rubio. No quiero aludir a criterios típicamente académicos como la división en un número de partes bien diferenciadas y proporcionadas. Tampoco quiero extenderme excesivamente en explicar la madurez técnica de un poeta reconocido como Alfonso y su estilo marcadamente poético, o lo que es lo mismo, su estilo voluntariamente distanciado de lo realista y de lo coloquial. Cualquier lector mínimamente avezado se dará cuenta desde las primeras líneas de un “saber hacer” definitorio de lo que es un poeta. Alguien cuya lengua poética no necesita ser barroca y juvenil, alguien poseedor de la autenticidad suficiente como para prescindir de la pretenciosidad de los elementos culturalistas. Alguien que sólo necesita, en este caso, del pequeño y sencillo utillaje de dos referentes de presencia constante: por un lado, una reviviscencia de lo vivido en un pasado que tuvo como marco o como punto de partida la localidad riojana de Arnedo y, por otro lado, el motivo principal de esta obra que es el homenaje a su padre fallecido.
Y esto me transporta a lo que, en verdad, me importa más: mi propia experiencia como lector. Se trata de una lírica que evidencia una relación dialéctica entre el mundo exterior y la subjetividad del autor, con una combinación indivisible del pasaje descriptivo e intimista donde la introspección es lo que más pesa (emociones y, sobre todo, recuerdos de emociones). Reconozco que me llevó un tiempo involucrarme como lector en estas experiencias. No obstante, a medida que yo iba reflexionando sobre los poemas que mejor entendía o que más llamaban mi atención, mi pensamiento se iba conectando más y más con el periodo vital de la persona homenajeada y, sobre todo, con los puntos de vista de nuestro autor.
Empecé a pensar que nuestro albañil, en su humildad, nunca se habría dado cuenta de ser alguien que trascendía el hecho de levantar paredes: pero… ¿acaso no nos resguardan de la intemperie?, ¿acaso no abrazan el calor cuando llega la oscuridad? Empecé a preguntarme qué pensaría el padre homenajeado acerca de lo que se escribe sobre él, y qué podría él contestar. Si se le hubiera insinuado que su tiempo resultó en un edificio que ascendía, probablemente, habría contestado que el tiempo no tiene forma. Sin embargo, en el texto todo cobra sentido. Su tiempo sí tiene forma porque él lo moldea y lo sostiene en sus manos (polvorientas, ásperas, firmes…) como columnas alzadas hacia el cielo. Quizás él se lamentaría porque solo le quedaron heridas y una espalda quebrada (no sería así desde la visión del poeta: su habilidad y su fuerza dibujaron ventanas, constelaciones donde su ímpetu dejó el cielo trazado en fragmentos de luz). Seguramente, el padre y albañil haría bromas porque los edificios de desmoronan con el paso del tiempo (pero la voz lírica nos recuerda que hay algo más allá del ladrillo y el mortero: un testimonio que vive en quienes el edificio cobija, como un puente entre la tierra y quienes ellos desean ser). Como resultado de todo esto, nos queda una visión del albañil como algo más que un simple constructor de casas. Y aquí es cuando se vuelve a producir ese milagro de la literatura; no nos basta con vivir nuestra propia vida porque el entero universo no resulta más misterioso y apasionante que el cerebro del anónimo viandante con el que nos cruzamos por cualquier calle. Mientras leía este libro, pude explorar la vida de un hacedor de sombras y de sueños, de otro hábil cartógrafo de espacios donde el resto de humanos aprendimos a respirar en calma. Gracias, Alfonso.
Me faltó una coma. (Soy poco albañil).
Uy.
Va a tocar buscar ese libro entre los estantes y ahora sí, leerlo.
JMB