Su efigie se proyecta firme
en la popa,
mientras él observa
las aguas oscuras
(ellas parecen burlarse
de nuestra marcha ciega).
Nos guía sin pausa,
con temple helado y piel curtida
(como si abismos y tempestades
fueran grandes promesas).
No sé por qué le obedecemos
(quizás por miedo,
por costumbre
o porque nunca hemos sabido
cómo leer las sinergias de las olas).
Y Ahab sigue ahí, al timón
(se aferra a los despojos
de una brújula
que ya no apunta).
Tripula nuestra nave
desafiante
hacia el perpetuo respiro
de un dios despiadado
que ha tomado forma de ballena
(ella guarda silencio,
nos observa sin pestañear).
La noche se cierne fría
y alguien nos dice
que el capitán Ahab no existe
(sólo somos gritos
atrapados en la niebla,
sombras que persiguen
un lomo blanco).
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