Paso las noches en este
supuesto
lugar sagrado,
donde ascienden los bardos
para mostrar su voz,
y yo, un mero guardián
de este portal solemne,
decido quién entra
y quién se queda fuera.
Muchos llegan con su antifaz
de seres resquebrajados,
de constructores de metáforas
que ya han encontrado
su ritmo,
de estrofas con purpurina
y desahogos instintivos.
"¿Tienes musa?”
(Es la pregunta trampa).
A casi todos, los envío de vuelta.
En este Parnaso mío,
sólo ingresan los artesanos
(aquellos que me contestan:
“la mejor musa es el encargo”).
Oh, cómo desfilan ante mí,
aquellos que creen
que el ripio ambiguo
es suficiente llave para cruzar.
No saben que aquí
(donde imaginan
que beldades apolíneas bailan),
el anatema es la rima forzada.
Algunos, insolentes, me increpan:
"¿Quién eres tú para juzgar
el arte y la poesía?"
Aquí soy el cancerbero, les digo.
El último filtro
entre la indiferencia
y el prestigio.
Y mientras espero,
apoyo mi peso
en este parapeto invulnerable
de paciencia.
Hay quienes veo llegar
cansados,
con ojeras de quien ha leído,
una y otra vez,
las mismas líneas hasta sangrar,
pero con los ojos brillantes
de fuego;
persiguiendo obsesivos
la alquimia del barro en oro.
Esos, sí. Esos pasan.
Permanezco,
noche tras noche,
año a año,
separando el trigo de la paja
(lo primero produce cereal
y lo segundo, excremento).
¿Y por qué me dedico a esto?
(No es la mejor forma
de ganar amigos.)
Porque vivo deseoso
del verso lacerante,
ese microscopio
delator
que en mi penumbra
se atreve a hablar
de lo que callo.
Comentários