Los viejos marinos lo saben
y no quieren inquietarnos.
Tarde o temprano aparecerá.
Mientras tanto, nos otorgará
los plazos necesarios
para que anhelemos bienes
habitualmente escasos;
para que nos deleitemos
en el placer morboso
de la contemplación imaginaria;
para que nos embadurnemos
con la incapacidad
de dar por bueno lo que no satisface
nuestras propias aspiraciones.
De manera que,
presos de plácida ignorancia,
nos iremos entregando
a la labor transitoria
de navegar al unísono
mal que bien, de un día hacia otro.
«Yo no puedo encontraros
en vuestro futuro», nos susurrará algún día.
«Divisaréis mis acantilados
acurrucándose
entre las olas en cuanto emerja
un solo instante de discordia
que ya no os sea común.»
Será entonces cuando apreciemos
el fin de los comienzos,
el fin del porvenir
ya más pausado que el tiempo
en los templados puertos
de ese escollo protegido
por los vientos.
Ya nada jamás será posible
en sus atardeceres de sosiego
limitado y anodino;
salvo la espuma que se rompe
en sus orillas aún bregando por ser,
salvo nuestra conciencia
liberada y marchita
cohabitando
con silencios de aves
y glaciares cubiertos de ceniza.
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