Es cierto que la piedra y la arcilla
me atosigaban.
El peso de mi carne me hundía.
Mis costillas se curvaban
como garras
alrededor de mi aliento
y el eco de mi voz
retumbaba en mi cráneo.
Vi pasar la vida desde allí
en mi imaginación.
Soñé amaneceres, sombras,
amores y muertes.
Y aunque todo sucedía
bajo el sol tan lejano y ajeno,
aprendí a contemplar un tiempo
que era un río arrastrándose
espeso, tenebroso, lánguido…
¿Quién me incorporó a la superficie?
¿Quién me atizó con eso de “ven fuera”?
Tuve que escuchar
su juicio y su sentencia;
la insidiosa certeza
de que la libertad
es para todos;
de que el alma existe
y nace sin cadenas invisibles.
Pero a mí me gustó revolverme
en mi mortaja,
donde el oxígeno se consumía
poco a poco
y la oscuridad se aferraba a mis ojos;
como el golpeteo constante
de un reloj interno
(marcaba los segundos
y se estiraban sin moverse).
Porque, yo, en realidad,
nunca estuve muerto.
Sólo fui un enterrado vivo
y nunca renuncié al derecho
de escarbar la losa que me asfixiaba,
de luchar contra la roca aplastante,
de pelear por un soplo de brisa,
por una chispa de luz.
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