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Foto del escritoracueval83

Lázaro, el desagradecido


Es cierto que la piedra y la arcilla

me atosigaban.

El peso de mi carne me hundía.

Mis costillas se curvaban

como garras

alrededor de mi aliento

y el eco de mi voz

retumbaba en mi cráneo.

 

Vi pasar la vida desde allí

en mi imaginación.

Soñé amaneceres, sombras,

amores y muertes.

 

Y aunque todo sucedía

bajo el sol tan lejano y ajeno,

aprendí a contemplar un tiempo

que era un río arrastrándose

espeso, tenebroso, lánguido…

 

¿Quién me incorporó a la superficie?

¿Quién me atizó con eso de “ven fuera”?

 

Tuve que escuchar

su juicio y su sentencia;

la insidiosa certeza

de que la libertad

es para todos;

de que el alma existe

y nace sin cadenas invisibles.

 

Pero a mí me gustó revolverme

en mi mortaja,

donde el oxígeno se consumía

poco a poco

y la oscuridad se aferraba a mis ojos;

como el golpeteo constante

de un reloj interno

(marcaba los segundos

y se estiraban sin moverse).

 

Porque, yo, en realidad,

nunca estuve muerto.

Sólo fui un enterrado vivo

y nunca renuncié al derecho

de escarbar la losa que me asfixiaba,

de luchar contra la roca aplastante,

de pelear por un soplo de brisa,

por una chispa de luz.

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