Ruido, compañero persistente,
de veras soy
un mal amigo tuyo.
Cómo me gusta
dármelas de elegante, de anacoreta
y repudiarte en público.
Hay que ver qué bien se puede
versificar contra ti.
Pero... acaso...
¿quién podría señalarte
como a un recién llegado,
como a un petulante nuevo rico;
si has resultado siempre
del pulso de la vida,
del latido de su furia?
Allá en Babilonia,
cuando los mercados
se agitaban bulliciosos
y las palabras
se alzaban como flechas,
¿no eras tú quien pintaba
de sonido sus calles,
quien preñaba el aire
de algarabía y canciones?
En el Coliseo de Roma
(bajo su peso de gloria y piedra)
surgías del cruce de espadas,
del fragor de las carreras y aplausos
que ahogaban la serenidad de los dioses.
Y en Tenochtitlán,
sobre el espejo del lago,
eras tambor que clamaba al cielo,
caracola que llamaba a los hombres
al rito, a la guerra, al sacrificio.
¿Fuiste tú quien rompió
la calma nocturna,
o es la calma un mito,
un invento de quienes olvidan?
Yo creo que siempre
has estado ahí, ruido;
con el viento que azota,
con el relámpago que ruge,
con el mar que jamás se calla.
Te culpan de ser hijo
de fábricas y motores,
pero tú eres más viejo
que las ruedas mismas.
Ya eras el aullido en las cavernas,
la chispa que saltaba del fuego primero,
la melodía del río desbordado.
Mi inseparable ruido,
no eres moderno, no eres intruso.
Eres patrimonio,
eres memoria, eres tiempo.
Y aunque muchos te maldecimos,
todos te deseamos.
Nos haces olvidar
ese precipicio
repleto de silencio
que nos arrojará para siempre
a un vacío glacial.
Dicen algunos chefs que, no es el aroma sino el sonido lo que les advierte sobre el punto exacto del sabor, como cuando el pan es crujiente. Es ese ruido el que da valor a su arte culinario. Así mismo, el ímpetu natural del movimiento de las aguas nos puede llenar en la soledad más profunda. Veo en este poema esa verdad: el ruido nos conecta con la realidad y nos hace sentir que hacemos parte de algo y que estamos vivos.