One hundred miles away

Detesto decirlo, pero es verdad…

cuando llega el dolor,

entonces, es cuando más nos gusta.

Cuando la repetición lastima y

aparecen los problemas complejos,

cuando acechan las decisiones difíciles

por mor del sufrimiento.

Lo sé, nadie en la meta

nos espera.

Cuántas veces hemos transitado

por peñascales y malezas

como estos; abordando

la rotundidad física del mundo,

asediando crueles certezas,

abriendo los ojos vacíos,

pidiendo limosnas de esperanza.

Esta liturgia siempre parece diferente

pero siempre es la misma:

caminamos y corremos por los senderos

con soberbia contenida,

quizás buscando

los dones instintivos e inocentes

que perdió un fatal ancestro.

Son momentos donde las pendientes

fácilmente se rebelan y quiebran

el orgullo de nuestras rodillas;

sometiéndonos a la contrariedad,

la humillación, la pérdida y el caos.

Alguien quiso tentarnos

con la seguridad:

pensó que el miedo a la fatiga,

la enfermedad y la muerte

nos amedrentarían.

Pero, paso a paso,

kilómetro a kilómetro,

castigados a sangre y llaga

por profanar

con hendiduras el terreno,

negociamos el canje de comodidad corporal

por sosiego del espíritu hasta que

en nuestro interior, los residuos tóxicos

del delirio imponen

su costumbre de inercia.

Y allí, en el lugar más recóndito

del inconsciente, donde el jamás

y el mañana se entrecruzan,

vociferamos a un retazo de cielo…

¡La derrota o la vida!

¡Que ninguna brizna de hierba

sobreviva

a nuestra contingencia!

Abandonémonos al apetito

de serranías y valles

como sustento ante el incierto destino;

entre la vigilia, la sed y las heridas.

Entreguémonos al infinito vagar,

en la noche que no acaba;

extraviémonos de los surcos

del bienestar…

¡Coronemos todas las cimas!