Vienes de las heladas tierras
del norte,
donde la nieve cae
sin pedir permiso,
donde el viento
es un cristal afilado,
donde el sol apenas se atreve
a rozar la piel
y los lagos duermen
bajo mantos de hielo.
Mi imprudencia te pregunta
por el color del Volga en el otoño,
por el ámbar gris
de los cachalotes en el mar
y por esos idilios repentinos
que se cruzan
en los viajes extenuantes.
Pero tú solo me respondes
que te acompañaban el lobo
y el humo de los alerces,
que a cada paso crujía un eco sordo
(solo tú lo podías escuchar);
que caminabas en soledad
y tus huellas desaparecían tras de ti
(el mundo borraba
todo rastro de tu existencia).
Yo te pregunto por tu crucifijo,
por la redención...
¿Y si el sacrificio no es únicamente
la respuesta?
Pero tú me hablas
de noches perpetuas
con auroras que se estiran
en el firmamento
como manchas deformes.
Describes un silencio
que aprieta el pecho,
que te mira y te desafía.
Y cuando el último haz de luz
se sumerge
detrás de las montañas,
sé que un susurro gélido
ha pasado por este rincón cálido.
Y sigues tu camino
(las sombras alargan tu paso)
libre de certezas,
cargado de incógnitas;
mientras te desvaneces
como un último vestigio de escarcha.
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